La prosa de Andrea Ciria, como la de los grandes narradores, goza de rasgos distintivos, recursos que tienen que ver con la pauta de su creatividad y que la llevan a eliminar todo rasgo localista, toda circunscripción geográfica; fiel a su pasión narrativa, indaga en la materia misma de las historias y pide semejante actitud a sus lectores: los despoja de los asideros tradicionales, de los posibles vectores de prejuicios para arrojarlos a ese mundo de letras sin otro manual de instrucciones que la misma novela.
La sonrisa ajena pertenece a los delirantes territorios de la obstinación, la enfermedad, y la fantasmagoría; sus personajes pueblan un mundo de ensoñaciones malignas que invade actitudes, entorno, e incluso objetos. Mujeres que se deslizan por habitaciones que no les pertenecen, o deambulan por ciudades en persecuciones infructuosas, las heroínas de la novela adoptan una cotidianidad de emociones desaforadas en la que permean el terror a la soledad, a la incomprensión, y a la carencia.
La sonrisa ajena inicia sus misterios con la paradoja misma de su título: ese gesto que no es propio ni genuino; prestado, acaso robado… Una falsa alegría, una elocuencia en la alteridad, una máscara sin muecas bajo la que se esconde una intriga que activamente incidirá en la curiosidad, en el ansia lectora para indagar en la profundidad de sus aguas.
Novela transgenérica, acepta los mecanismos de las tramas románticas, los procedimientos del gótico para, a través de sus vacíos, entretejer una red laberíntica cuyas más certeras coordenadas se estatizan en el arte. Pintura, amor, incomprensión, soledad; paisajes fríos, naturalezas muertas… Todo está ahí, bajo la apariencia de la normalidad torturada, porque si bien la miseria no campea por estas páginas como tal, podemos intuirla detrás de los huecos, las narraciones elípticas; respirar la desolación civilizatoria, los horizontes cerrados y asfixiantes de lo genético, de los accidentes cotidianos en la concepción, en las pulsiones básicas mientras vamos agotando las páginas con una especial zozobra.
Clasificarla como una historia de terror sería abrir las puertas a una variopinta exigencia que algunos lectores suelen reducir a un mero absurdo: “no me asustó”. Dejar la noción de novela de misterio elusivamente conduce a tramas de intriga o de la novela problema; y, si bien su autora abreva en las fuentes de ese género (de todos los géneros, de hecho), no se circunscribe a estrategias particularizadas.
Gerardo Horacio Porcayo (del prólogo a La sonrisa ajena)
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