Esos malditos zombis

zombi.(Voz, de or. africano occid.)1.Com. Persona que se supone muerta y que ha sido reanimada por arte de brujería, con el fin de dominar su voluntad.2. adj. Atontado, que se comporta como un autómata3. Muerto viviente que come cerebros (los hay que caminan, corren o se arrastran).

“Ningún zombi, demonio o humano fue dañado durante la realización de este libro”, reza el más reciente libro de Efraím Blanco, ganador del Premio Nacional de Cuento, Juan José Arreola en 2013 por su obra Dios en un Volkswagen amarillo.

Su nuevo libro reúne cuentos breves y minificciones, ahora centradas más en figuras de la cultura del horror, como los muertos vivientes, los demonios, los vampiros, los sobrevivientes del fin del mundo, sin perder su ya característico sentido del humor. Blanco sobresale por su voz cruel, burlona, ingeniosa.

 

Un cuento de Efraím Blanco
Esos malditos zombis, Lengua de Diablo, 2020.

¡Usted ahora es un zombi!
Dr. House

Ser un muerto viviente tiene sus ventajas.

Conforme han pasado los días han dejado de preocuparme algunos esquemas de la sociedad. La sociedad misma ha dejado de prestarme la misma atención que solía prestarme, lo cual también me parece perfecto. El otro día, un sujeto de traje y corbata vino a visitarme a la casa. Sospecho que quería cobrarme los impuestos, que tenía atrasadísimos antes de la infección, pero cuando abrí la puerta y pudo ver mis fachas, se disculpó cortésmente y lo vi anotar en una pequeña libreta: ciudadano no disponible.

Cuando la infección empezó, el gobierno hizo lo posible por ocultarla. Como siempre, la verdad, no los entiendo. La mayoría de la gente en las zonas más pobladas llevaba ya, en su ADN, la predisposición a contagiarse del virus. Así que las etapas de la gripe estacionaria y su rápida proliferación con los malditos frentes fríos en invierno, ayudaron a que la transformación no fuera tan notoria, pero sí precisa e indetenible.

Para el primer fin de semana largo del año todos éramos unos malditos zombis.

Las primeras señales eran leves: dolores de cabeza, cansancio, catarro. Podrían ser cualquier cosa. Así que nadie podía hacer nada para curar la enfermedad, mientras se elevaban las ventas de fármacos que ocultaban los síntomas.

Para cuando la familia del presidente de la república se vio afectada, comenzaron las campañas de vacunación tratando de salvar a los que fuera posible. Pero era demasiado tarde. Las oficinas estaban plagadas de muertos vivientes. Los taxistas, las amas de casa y la clase política estaban todos convertidos en unos amasijos de carne que buscaban comida donde les fuera posible y batallaban para controlar su violencia. El espacio personal se redujo de manera considerable. Algo en los genes de un zombi lo hace buscar compañía. Por eso no es extraño verlos caminar hombro con hombro o en grupos que parecen andar hacia el mismo lugar.

En mi caso, he procurado evitar esos tipos de contactos con otros individuos contagiados. Nunca he sido un tipo muy sociable y, si acaso, suelo correr para alcanzar un elevador o a algún pobre imbécil no contagiado que ha salido a la calle sin una pistola en la mano. Le tenemos miedo a las pistolas. Por fortuna, un zombi controlaba el mercado de las armas en el país y restringió su venta a ciudadanos que no presentaran síntomas del contagio. Me cuenta, en uno de nuestros encuentros, que las ventas se fueron al cielo en cierto momento. Mucha desesperación e ignorancia, pienso yo. De alguna manera la tasa de suicidios en zombis se ha elevado considerablemente. Sucede que muchos sujetos no saben cómo lidiar con su nuevo estado y buscan una salida fácil.

Y estúpida, diría yo.

Porque si ha habido una ventaja de este estado, ha sido poder conseguir comida. Los zombis, contrario a las falacias de las películas, gustamos de muchos tipos de manjares. En lo particular, soy uno de los que le huyen a las tradiciones hollywoodezcas de comer cerebros o partes humanas. No. Desde hace unos meses me he unido a un grupo de amigos que fueron vegetarianos en su vida anterior y desde entonces la he pasado de lujo. No más grasas animales, por favor. Así que hemos implementado diversos comedores comunitarios en los que los hermanos putrefactos pueden acudir a alimentarse de comida orgánica y de buenos beneficios para su nuevo ser. Estudios recientes indican que la ingesta de frutas y verduras le da consistencia a nuestra piel, de por sí frágil, y de alguna forma logra recuperar algo de su lozano color; así que no tenemos que ser el cliché del muerto viviente con los pedazos de carne podrida cayéndosele del cuerpo. No señor. Los infectados de la nueva generación queremos proyectar otra imagen.

A veces miro con tristeza a todos mis colegas zombis.

Me siento en la silla de mi oficina y veo desde la ventana. Allá abajo, algunos han decidido optar por la barbarie. Los que añoran la imagen del zombi salvaje salen a la caza de los pocos humanos que quedan. Así que algunos zombis se han dado a la tarea de formas asociaciones que protejan la vida de los no portadores. Difícil labor de convencimiento. Ir de puerta en puerta, sobre todo los domingos, para convencerlos de que hay un mundo mejor y que ellos pueden ser los elegidos. Que no se conviertan en comida de los incivilizados muertos vivientes que tienen al borde del colapso a nuestra bella sociedad.

En casa de mamá las cosas no han sido fáciles. Mi viejita, encerrada en su casa a piedra y lodo, a veces me deja entrar para saludarla desde el portón y lanzarme alguno de sus discursos de odio que tan bien ha aprendido en la iglesia. Le echa la culpa a otras religiones, al SIDA, a los negros y al maldito de Hernán Cortés. Luego me recomienda ir con un excelente doctor que me dará unos chochos y listo. Como nuevo, dice mi madre.

Las tardes de un muerto viviente tienen su lado de nostalgia. De vez en cuando, un ave cruza el cielo y todos nos detenemos para mirarla. Desde mi oficina, todos esos malditos zombis asemejan un gran plantío de verdolagas echadas a perder. Puedo ver el lento ir y venir de los que fueron mis amigos, compañeros y una que otra amante que pasea despistada por las calles de la ciudad. Pienso en la inevitable ventaja de no morir y pasar el resto de mis días atrapado bajo una pestilente masa que cada día se descompone más. Algunos trucos de belleza ya no funcionan a ciertas edades.

El taxista me pregunta a dónde quiero que me lleve.

La verdad es que el pobre se ha quedado sin brazos y su taxi lleva años que no funciona. Aquí suelo almorzar mis verduras. Me gusta saber que hay cosas que nunca cambiarán y uno las podrá seguir disfrutando. Quizá por otros cien años. Hasta que los vivos regresen o los muertos nos hartemos de esta vida y lentamente nos unamos al club de los muertos suicidas. Ser un muerto viviente tiene sus ventajas, y conforme han pasado los días han dejado de preocuparme algunos esquemas de la sociedad. Por eso aflojo un poco la corbata. Me quito el saco y veo al tonto de mi jefe, que de vez en cuando sale de su oficina y pide el mismo reporte de ventas. Me gusta pensar que nadie le hará caso. Que nadie más atenderá a protocolo alguno en esta oficina. Que tendremos buena vista, buena comida y buen sueldo de aquí a la eternidad.

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